jueves, 3 de diciembre de 2009

Ronnie Biggs: El ladrón mas admirado de todos los tiempos

Ronald Arthur Biggs, nacido un 8 de agosto de 1929, fue el ladrón más admirado, el fugitivo más famoso, el delincuente más burlón del mundo. En 1963, asaltó el tren postal Glasgow-Londres cargado con el dinero que los bancos enviaban a la capital británica. Fue un golpe perfecto, calculado con precisión, que no dejó ninguna víctima fatal. Sin embargo, algo salió mal y muchos integrantes de la banda fueron atrapados. Ronnie Biggs logró escapar para vivir una excitante vida de prófugo. Cuando lo encontraron estaba disfrutando de las playas de Río de Janeiro y por un artilugio legal no podía ser extraditado. Su sediciosa figura desprestigió a Scotland Yard y las autoridades se obsesionaron con atraparlo. Pero Ronnie, que siempre se sale con la suya, un día se entregó.


Su historia:

Aeropuerto de Northolt, Londres. La fría mañana del 7 de junio de 2001, el jefe de crímenes de Scotland Yard entró decidido al avión y le preguntó con la habitual solemnidad británica a un escuálido sujeto: “¿Es usted Ronald Arthur Biggs?”. Sin lograr levantarse del asiento, sin poder usar el habla, el enclenque cuerpo apenas consiguió mover la cabeza contestando afirmativamente. Nadie llegó a advertir que él estaba engañando otra vez a las autoridades inglesas. Pues ese viejo moribundo ya no era el mítico Ronnie Biggs, el festivo e infatigable transgresor de las normas; el grano en el trasero de los banqueros.


Hacía 38 años que había asaltado el tren postal Glasgow-Londres y hacía 35 años que había partido con su fortuna y su juventud a cuestas para llevar una exquisita vida de prófugo. Y ahora, después de consumir su cuerpo y sus ahorros, se entregaba motu propio; les devolvía un ser inservible a los narcisistas guardianes del orden que se dieron el gusto de montar toda la parafernalia de un gran arresto.


Tal vez, en el viaje desde Brasil –donde vivió su exilio dorado– hasta su patria se haya tomado un instante para pensar en el dulce hogar que lo vio nacer en 1929. Pese a la crisis, ese niño de ojos pícaros se fue convirtiendo en un corpulento muchacho que, sabiéndose integrante de la clase trabajadora, como lo marcaba la tradición familiar, conoció el culto al esfuerzo. Pero después de ensayar varios oficios, llegó a una conclusión esclarecedora que lo marcaría de por vida: “El trabajo apesta”, se dijo e intentó hacer dinero sin sentir fatiga alguna. A los 18 años, por realizar desórdenes públicos, intentar robar un comercio y desertar del ejército, se ganó una estadía en la cárcel de Lewes, en Sussex. Fue en esos pasillos lúgubres donde conoció a un ex empleado del Correo Real que le contó que los trenes transportaban, sin vigilancia, el dinero de los bancos pueblerinos hacia las casas matrices en Londres. Ese relato le generó varias noches de insomnio.



Tras salir de prisión, reorientó su vida: conoció el amor y volvió a valorar el trabajo; se casó e instaló una carpintería. Al poco tiempo, su mujer quedó embarazada y él viajó a Londres a darle la buena nueva a su padre. Pero en la estación se encontró a Bruce Reynolds, ex convicto que se desempeñaba como vendedor de antigüedades, y se tomaron varias cervezas. Al recordar los días de encierro y las noches llenas de fantasías, alzaron las copas brindando por sus anhelos incumplidos, entre los que se encontraba asaltar un tren del correo. Las botellas se vaciaron y Biggs se dirigió hacia la casa de su progenitor, luego como un buen esposo regresó a su hogar y continuó gastando sus manos con las maderas y aprendiendo a ser padre. Tres años pasaron hasta que un día llamó a la puerta de su casa el elegante Reynolds, quien con insistencia le ofreció liderar un equipo para cumplir su ambicioso sueño. El bueno de Biggs rechazó la propuesta… por un par de minutos.


Reynolds ya había realizado la inteligencia, esbozado un plan y reclutado a tres ex convictos: Buster Edwards, Jim White y Roger Cordrey. Sólo necesitaba que Biggs dirigiera el robo, afinara el plan y sumara a otros especialistas. Así fue que a un tal Gordon Goody, treintañero con rostro digno de una estatua romana, le pidieron que encontrara una guarida segura (consiguió una granja a pocas millas del objetivo). Querían cometer el crimen perfecto: dar el gran golpe, limpio, sin víctimas y retirarse. Ese era su anhelo.


Campiña de Leatherslade. “Mr. One” –así se hacía llamar Biggs– ajustaba cada detalle del plan. El olor que exhalan los cuerpos con miedo y ansiedad comenzaba a tapar el hedor de los animales de la granja donde se la pasaron tomando cerveza y jugando a comprar mansiones, hoteles y yates en el Monopoly. A las 00:10 del 8 de agosto de 1963 estuvo todo listo. Eligió esa fecha ya que las bolsas de dinero se habían acumulado en las cajas fuertes de Escocia: el 5 había sido feriado. En aquella inolvidable jornada, Inglaterra, Estados Unidos y Rusia habían firmado el tratado de no proliferación de armas nucleares. El mundo era muy distinto al actual, o tal vez no tanto. John F. Kennedy se aprestaba a vivir, sin saberlo, sus últimas semanas; Martin Luther King manifestaba tener un sueño y en Africa y América Latina se repetían las revueltas militares y revolucionarias. Mientras tanto, 15 soñadores liderados por Biggs salían del granero vestidos con uniformes militares en dos camionetas y un camión sin tener más utopía que un buen botín. Acorde a los tiempos, no llevaban armas. Eran ladrones, pero pacifistas.


“Salió de Escocia con más de 100 bolsas”, sopló un informante de Glasgow a Goody para alegría de los confabulados. Una hora después, cada integrante estaba apostado en su lugar y la mayoría del grupo aguardaba en el puente Bridego, a 40 millas de Londres. La espera fue eterna. Pero con puntualidad inglesa, el ferrocarril arribó al lugar señalado a las 03:15. “Ya viene. Buena suerte”, avisó por radio Roger Cordrey. A las pocas millas, un integrante de la escuadra cambió la luz verde del semáforo ferroviario por otra roja. El convoy frenó, como corresponde, a 13 pies de la señal y el fogonero bajó a ver qué pasaba y se encontró con una sorpresa: un certero golpe de Tom Wisbey y las habilidades de Robert Welch para maniatarlo. Con la misma gracia, uno de ellos subió a la locomotora y golpeó en la cabeza al maquinista. En 10 minutos, Buster Edwards y Roy James desengancharon la locomotora y el vagón del dinero amenazando al maquinista con una barra de hierro para que manejara hasta el mencionado puente. Allí, el camión los esperaba y en un santiamén cargaron las 120 bolsas huyendo a la granja para recibir el amanecer contando 2.631.784 libras esterlinas en billetes chicos, algo así como 60 millones de dólares de nuestros días. Todo había salido a la perfección.

Al conocerse la noticia, los banqueros estallaron en gritos, las autoridades reales bramaron y la policía juró alcanzarlos con el largo brazo de la ley. Generosos, ofrecieron una fuerte recompensa para quien los delatara: recibían 3.500 denuncias por día. A varias décadas del hecho, podemos preguntarnos si fue por el arraigado sentido de la justicia de los ingleses, por acceder a un premio nada despreciable o por pura envidia. Aunque la mayoría de las denuncias eran falsas, en pocas semanas apresaron a gran parte de la banda. La clave estuvo en las huellas de los billetes y el tablero de Monopoly, que dejaron olvidado en la granja.



Al ser arrestados, ninguno informó dónde se escondía el dinero: el pacto de silencio fue total. Por intransigentes, recibieron condenas ejemplares: entre 18 y 30 años, pese a haber logrado un golpe “limpio”. El plan perfecto había sido desbaratado.

Sin embargo, el intrépido Biggs no se quedaría de brazos cruzados mirando el almanaque. Estratega como un ajedrecista e imaginativo como un novelista, hurgó un plan imposible. Con su carácter seductor, cierta tarde de julio de 1965 logró sortear algunos controles de la cárcel de Wandsworth para acercarse a una ventana, romperla, y arrojarse desde las alturas. Los pocos testigos que lo vieron pensaron que se había suicidado: nadie sabía que abajo lo esperaba un camión sin techo que portaba una pila de colchones para amortiguar la caída.

Todavía hoy no está claro el camino seguido: se sabe que fue a Francia, visitó la Torre Eiffel, se realizó una cirugía estética y consiguió nuevos documentos. Se sabe también que luego estuvo en Australia, casualmente un país poblado por convictos ingleses durante el siglo XIX. Y también accidentalmente allí fue descubierto por un periodista que reveló su identidad. Entonces, volvió a zambullirse en las sombras. Se estima que siguió la ruta de otros bandidos, prófugos y criminales de guerra. Se cree que cruzó el océano Pacífico, llegó a Chile, ingresó a Bolivia, tal vez haya pasado por Argentina, para luego terminar en Brasil.


Playas de Río de Janeiro. En 1974, alguien lo encontró tomando sol y bebiendo vodka en un coco acompañado de, por lo menos, dos sensuales brasileras. Del dinero, nadie sabía nada. Cuando las autoridades inglesas tomaron cartas en el asunto, advirtieron que Biggs estaba esperando un hijo con su flamante novia, la bailarina Raimunda, una afrodita tarifada.


Con lo cual, no sólo comprendieron que el amor es más rápido que la Justicia, sino que Ronnie –gracias a una ley brasileña– no podía ser extraditado por ser padre de un ciudadano de ese país. De esa forma, el otrora carpintero de Surrey se convertía en una especie de mito viviente, una expresión de los sueños inconfesables de cada ciudadano; una parábola contra la moral británica; un disparo contra la incompetencia de los policías; un atentado al orgullo de un imperio sin lustre; una burla a los pomposos funcionarios de Scotland Yard.


Cuando se le acabó el dinero, Biggs sobrevivió explotando el glamour de las oscuras celebridades: a todo aquel periodista que llegara a Río –con un buen presupuesto, claro– le concedía una entrevista para lanzarle bromas pesadas a sus perseguidores. Los periódicos ingleses, famosos por su sensacionalismo, derrocharon miles de tanques de tinta con sus historias de excesos, con sus fotos bajo el sol tropical junto a tiernas criaturitas. Incluso, comenzaron a visitarlo músicos y artistas. Los Sex Pistols, adalides del movimiento punk inglés, lo invitaron a cantar el tema No One Is Innocent, toda una declaración de principios. Más tarde, Biggs se relacionó con la banda alemana Die Toten Hosen y la argentina Los Violadores.


No hubo caso. Brasil, alegando motivos legales, se negaba a entregar al bandido pese al insistente pedido de la Corona británica. Biggs había encontrado un sitio que permitía la impunidad y la redención; era intocable. Pero en 1980, un grupo parapolicial, inspirado por Scotland Yard, lo abordó en plena calle, después de una fiesta, usando técnicas de una operación comando; un hecho que evoca al Plan Cóndor en los 70 y a los vuelos instaurados por la CIA para secuestrar terroristas. En pocas horas, el libertario ladrón estaba apresado en una nave rumbo a Barbados, primera escala antes de orientarse hacia Londres para cobrar la jugosa recompensa. Al tocar tierra, la noticia ya se había esparcido por el mundo entero y las autoridades barbadenses detuvieron al grupo para definir si esa práctica era legal o no. Ese contratiempo fue aprovechado por Ronnie para difundir su historia, lanzar punzantes argumentos legales y poner un equipo de abogados al servicio de su rescate. Nuevamente, tenía frente a sí a los agentes de una de las naciones más poderosas del mundo y, otra vez, ganó: fue devuelto, por orden judicial, a su paraíso carioca.


Su leyenda se agigantaba: se decía que se había introducido en Inglaterra clandestinamente para supervisar un documental sobre su “magistral obra”. Incluso, algunos afirmaban que lo habían visto beber una cerveza en su pub favorito, The Red Lion.

Era feliz, pero nada es eterno. Ya sintiendo los achaques de la vejez, comenzó a cambiar. Durante las entrevistas, en vez de seguir mofándose de la policía, destilaba cierta melancolía y repetía que daría cualquier cosa por ir a un bar británico o tomarse una cerveza frente al Canal de la Mancha. El bueno de Ronald había logrado huir de una vida aburrida, de Scotland Yard y de sus captores. Pero nadie jamás escapa del inclemente dios Cronos: el paso del tiempo. Fue así que, ya sin dinero y con la juventud extinta, regresó al lugar de donde había escapado.


Llegó aquella fría mañana del 7 de junio de 2001 a bordo de un avión privado rentado por el periódico The Sun, un tabloide consagrado al sensacionalismo, que aquella jornada brindó una amplísima cobertura titulada “Got him” (Lo agarramos). Pese a la presencia de un periodista, el vuelo tuvo un encantador clima familiar: estaba su hijo brasileño, Michael, y el inspirador del atraco, Bruce Reynolds (junto a su benjamín, Nick). Al entregarse de esa mansa forma, Ronald escribía un final inesperado para su novelesca vida. Sin embargo, hay quienes dicen que regresó para burlarse de las autoridades británicas, pues en prisión el Estado inglés debe pagarle el costoso tratamiento médico, algo imposible en Brasil. En cambio, otros creen que a Biggs –esta vez– le tocó perder, pues nunca pensó que viviría 8 años en tales condiciones de salud. Sea como fuese, el inoxidable Ronnie Biggs, junto a sus abogados, siguieron luchando en pos de su liberación,y el 6 de agosto de 2009, se anunció que Biggs sería puesto en libertad de la cárcel por "motivos compasivos".


"Nadie es inocente" By Sex Pistols & Ronnie Biggs (1978)

2 comentarios:

  1. Chico este artículo es buenísimo y tu blog es realmente apasionante. Me pregunto de dónde sacas tan buenas ideas... En Tenerife hay un rumor que dice que John Palmer, fundador de lo que ahora es el Sur de Tenerife (Sexo, drogas y alcohol), pudo crear semejante imperio por participar en el mismo golpe del tren que dices tú. Igual podrías investigarlo y me dices...

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