Medía un metro ochenta y pesaba 100 kilos. La mandíbula era fuerte y se le notaba una marcada calvicie que había hecho desaparecer el cabello negro y tupido, ondulado. Había usado un bigote negro y espeso pero ya no, y mantenía los ojos de un color gris acero. Tenía un enorme ancla tatuada en el antebrazo izquierdo. En el derecho lucía otra pero adornada con un águila y la cabeza de un chino. La amplitud del pecho impresionaba. En el centro había otro tatuaje, el de dos águilas, y debajo de las alas de cada una las palabras Libertad y Justicia. Se llamaba Carl Panzram, y daba miedo.
La mañana del 5 de setiembre de 1930 hacía mucho frío en las celdas de la prisión federal de Fort Leavenworth, en Kansas. Era una fortaleza con muros de concreto de 25 metros de alto.
Doce guardias sacaron a Panzram de la suya a las 5.55 y lo llevaron al cadalso. Toda la noche se la había pasado cantando un estribillo pornográfico que él mismo había inventado.
"¡Malditos sean. Maldita sea mi madre que me parió y maldita sea toda la raza humana!". Esos fueron sus buenos días.
Caminó con energía. Tenía los dientes apretados y la mirada desafiante. Subió los 13 escalones hacia la horca y se paró de golpe. Cuando dos guardias se acercaron para ponerle la capucha negra, los escupió a ambos en la cara. Movía su cuello violentamente para zafarse, aunque con el único propósito de decirle al verdugo: "¡Apurate bastardo. Yo en tu lugar ya hubiese matado a diez!". No quería escapar. Estaba feliz, tal vez por primera vez en su vida.
Las puertas de la trampa se abrieron de golpe a las 6.03 y Panzram cayó un metro sesenta. Nadie habló por unos minutos mientras el cuerpo de quien había sido el "peor criminal que haya existido jamás" o el "asesino sin alma" se balanceaba de un lado a otro. El mismo había perdido la cuenta de sus crímenes. Robos, incendios, piratería y asesinatos. Había matado a 100 o más hombres y sólo hombres, a los que también había violado. Adultos y chicos.
A las 6.18 lo revisó un médico y lo dio por muerto. Un periodista quiso pincharle los pies con un alfiler para ver si era cierto.
Nadie reclamó el cuerpo. En una carretilla lo llevaron al cementerio de la prisión. Su tumba quedó identificada con el número que tenía como presidiario: 31614.
Lo primero que recordaba Panzram eran los golpes que le daba su padre, un campesino de origen alemán establecido en Minnesota y que un buen día abandonó a su mujer y a sus siete hijos.
Lo segundo que le venía a la memoria era las palizas de sus hermanos mayores, que lo dejaban inconsciente. ¿Y su madre? "Era demasiado estúpida como para enseñarme algo que valiera la pena", escribió Carl años después.
Luego evocaba su primer robo, en una granja vecina, a los ocho años. Lo mandaron a un reformatorio y se acordaba de los golpes de los celadores, que le daban con tablas, correas de cuero y remos pesados como rutina de corrección.
Carl sólo había conocido torturas. Cuando salió del reformatorio decidió dedicarse a destruir y matar.
Abandonó la granja de Minnesota y subió al primer tren de carga que vio. Cuatro cirujas que viajaban con él lo violaron y lo tiraron del tren. Vagó aquí y allá hasta que fue arrestado y enviado a otro penal para menores. Le rompió la cabeza a un celador con una tabla. Entonces lo suspendieron de un gancho y lo torturaron. Pero apenas se repuso, se escapó. Robó en varias casas y quemó unas cuantas iglesias. Tenía 14 años.
Una noche de diciembre de 1907 estaba en una taberna, borracho como una cuba, y escuchó que un hombre reclutaba para el ejército. Decidió alistarse, pero las cosas no cambiaron. No obedecía ninguna orden, iba a las guardias borracho y cada tanto terminaba en el calabozo.
Un año después de su ingreso robó ropa de una intendencia militar. Una corte marcial resolvió expulsarlo del ejército pero antes confinarlo a tres años de trabajos forzados. Así entró por primera vez en la prisión de Fort Leavenworth. Era 1908, el entonces secretario de Guerra William Howard Taft ratificó la condena. Un año después Taft se convertiría en presidente de los Estados Unidos (hasta 1913).
Ya entonces aparentaba más edad de la que tenía y en la prisión lo trataron como a un adulto, a pesar de sus 16 años. Lo encadenaron a una bola de metal de 25 kilos, que arrastraba a todas partes. Durante 10 horas al día rompía piedras en una cantera, los siete días de la semana hasta cumplir su condena.
Robó granjas y graneros, incendió casas, asaltó a todo aquél que le parecía y violaba a cada una de sus víctimas. Así se desayunaba y así se iba a dormir. No conocía la piedad ni el remordimiento. El dinero que robaba lo gastaba en alcohol, armas y juego.
Estuvo en muchas cárceles y en todas lo trataban como a un animal, como a la mayoría de los reclusos por esas épocas. Fue colgado y azotado, recluido en aislamiento y a pan y agua, castigos que se aplicaban por los motivos más banales (hablar, por ejemplo). Panzram, ya un producto típico de las prisiones, siempre lograba escapar.
En 1920, en Connecticut, entró a una casa aristocrática y se llevó bonos, joyas y un arma calibre 45. Los bonos estaban a nombre del ex presidente William Howard Taft, el mismo que había ratificado su expulsión del ejército. Taft se desempeñaba entonces como profesor de leyes.
Panzram usó rápido el arma de Taft. La venta de las joyas le reportó 3.000 dólares y compró un yate. Contrató a cuatro marineros, los emborrachó, abusó de ellos y les pegó un tiro en la espalda a cada uno con el arma de ex presidente. Luego tiró los cuerpos al río. Y esto mismo hizo al menos tres veces más.
Un año después se embarcó hacia Angola, en Africa. Al llegar violó y mató a un chico de 11 años. Trabajó un tiempo para la Sinclair Oil Company hasta que, en una aldea de pescadores del Congo, contrató a seis nativos para que lo ayudasen a cazar cocodrilos. Con ellos hizo igual que con aquellos marineros estadounidenses.
Fue demasiado. Panzram subió a un carguero y regresó a los Estados Unidos como polizón.
En la ciudad de Salem, en Massachussets, la misma que es conocida por un célebre proceso por brujería en el siglo XVII, vio a un chico que iba a hacer los mandados y lo detuvo. Le dio 15 centavos para que le compre leche. Al regresar con la compra, lo llevó a un lugar despoblado, abusó de él y le aplastó la cabeza con una piedra. El chico era George McMahon y tenía 11 años. Fue el 18 de junio de 1922.
Por esa época, cerca de Nueva York, otra vez robó un velero y se dedicó a lo único que sabía hacer. Ya había acumulado cuatro alias: Jefferson Baldwin, Jeffrey Rhodes, John King y John O''Leary.
La policía lo sorprendió robando en un depósito ferroviario y lo arrestó. Por este y otros asaltos le dieron cinco años en la cárcel de Dannemora, en Nueva York, a la que llamaban "el agujero del Infierno".
Panzram quiso trepar uno de los muros de la prisión pero cayó desde 9 metros. Se rompió la espalda, las dos piernas y los tobillos. Lo levantaron y lo tiraron en su celda, sin atención médica. Allí estuvo, agonizando, 14 meses, arrastrándose para alcanzar la lata con agua cuando se acordaban de dejársela. Sobrevivió.
Apenas pudo caminar, golpeó y violó a otro preso y lo volvieron a aislar hasta cumplir su condena, en 1928.
Salió lisiado de por vida y más trastornado. En dos semanas cometió 12 robos y mató al menos a un hombre, hasta que volvió a ser detenido en Washington.
Un guardia, Henry Lesser, le dio un dólar para que compre cigarrillos. Panzram lo miró. No era una mirada de agradecimiento sino de extrañeza. Fue la primera vez en su vida que alguien tenía un gesto positivo hacia él. Luego Lesser le dio papel y lápiz. Carl usó 20.000 palabras para escribir su horrorosa vida.
"Mis aliados son el engaño, la traición, la brutalidad, la degeneración, la hipocresía y todo lo que es malo", sostuvo.
Recibió 15 años de cárcel por varios delitos y volvió a Leavenworth. Cuando entró dijo: "Mataré al primero que me moleste". Y ése fue Robert Warnke, su supervisor en la lavandería, donde lo habían designado. Lo asesinó con una barra de hierro. Por este caso lo enviaron a la horca.
Carl Panzram, después de matar a Warnke, salió caminando tranquilo de la lavandería. Ningún guardia lo detuvo. Llegó hasta su celda y se sentó en la cucheta, a esperar. Tenía 39 años.
La mañana del 5 de setiembre de 1930 hacía mucho frío en las celdas de la prisión federal de Fort Leavenworth, en Kansas. Era una fortaleza con muros de concreto de 25 metros de alto.
Doce guardias sacaron a Panzram de la suya a las 5.55 y lo llevaron al cadalso. Toda la noche se la había pasado cantando un estribillo pornográfico que él mismo había inventado.
"¡Malditos sean. Maldita sea mi madre que me parió y maldita sea toda la raza humana!". Esos fueron sus buenos días.
Caminó con energía. Tenía los dientes apretados y la mirada desafiante. Subió los 13 escalones hacia la horca y se paró de golpe. Cuando dos guardias se acercaron para ponerle la capucha negra, los escupió a ambos en la cara. Movía su cuello violentamente para zafarse, aunque con el único propósito de decirle al verdugo: "¡Apurate bastardo. Yo en tu lugar ya hubiese matado a diez!". No quería escapar. Estaba feliz, tal vez por primera vez en su vida.
Las puertas de la trampa se abrieron de golpe a las 6.03 y Panzram cayó un metro sesenta. Nadie habló por unos minutos mientras el cuerpo de quien había sido el "peor criminal que haya existido jamás" o el "asesino sin alma" se balanceaba de un lado a otro. El mismo había perdido la cuenta de sus crímenes. Robos, incendios, piratería y asesinatos. Había matado a 100 o más hombres y sólo hombres, a los que también había violado. Adultos y chicos.
A las 6.18 lo revisó un médico y lo dio por muerto. Un periodista quiso pincharle los pies con un alfiler para ver si era cierto.
Nadie reclamó el cuerpo. En una carretilla lo llevaron al cementerio de la prisión. Su tumba quedó identificada con el número que tenía como presidiario: 31614.
Lo primero que recordaba Panzram eran los golpes que le daba su padre, un campesino de origen alemán establecido en Minnesota y que un buen día abandonó a su mujer y a sus siete hijos.
Lo segundo que le venía a la memoria era las palizas de sus hermanos mayores, que lo dejaban inconsciente. ¿Y su madre? "Era demasiado estúpida como para enseñarme algo que valiera la pena", escribió Carl años después.
Luego evocaba su primer robo, en una granja vecina, a los ocho años. Lo mandaron a un reformatorio y se acordaba de los golpes de los celadores, que le daban con tablas, correas de cuero y remos pesados como rutina de corrección.
Carl sólo había conocido torturas. Cuando salió del reformatorio decidió dedicarse a destruir y matar.
Abandonó la granja de Minnesota y subió al primer tren de carga que vio. Cuatro cirujas que viajaban con él lo violaron y lo tiraron del tren. Vagó aquí y allá hasta que fue arrestado y enviado a otro penal para menores. Le rompió la cabeza a un celador con una tabla. Entonces lo suspendieron de un gancho y lo torturaron. Pero apenas se repuso, se escapó. Robó en varias casas y quemó unas cuantas iglesias. Tenía 14 años.
Una noche de diciembre de 1907 estaba en una taberna, borracho como una cuba, y escuchó que un hombre reclutaba para el ejército. Decidió alistarse, pero las cosas no cambiaron. No obedecía ninguna orden, iba a las guardias borracho y cada tanto terminaba en el calabozo.
Un año después de su ingreso robó ropa de una intendencia militar. Una corte marcial resolvió expulsarlo del ejército pero antes confinarlo a tres años de trabajos forzados. Así entró por primera vez en la prisión de Fort Leavenworth. Era 1908, el entonces secretario de Guerra William Howard Taft ratificó la condena. Un año después Taft se convertiría en presidente de los Estados Unidos (hasta 1913).
Ya entonces aparentaba más edad de la que tenía y en la prisión lo trataron como a un adulto, a pesar de sus 16 años. Lo encadenaron a una bola de metal de 25 kilos, que arrastraba a todas partes. Durante 10 horas al día rompía piedras en una cantera, los siete días de la semana hasta cumplir su condena.
Robó granjas y graneros, incendió casas, asaltó a todo aquél que le parecía y violaba a cada una de sus víctimas. Así se desayunaba y así se iba a dormir. No conocía la piedad ni el remordimiento. El dinero que robaba lo gastaba en alcohol, armas y juego.
Estuvo en muchas cárceles y en todas lo trataban como a un animal, como a la mayoría de los reclusos por esas épocas. Fue colgado y azotado, recluido en aislamiento y a pan y agua, castigos que se aplicaban por los motivos más banales (hablar, por ejemplo). Panzram, ya un producto típico de las prisiones, siempre lograba escapar.
En 1920, en Connecticut, entró a una casa aristocrática y se llevó bonos, joyas y un arma calibre 45. Los bonos estaban a nombre del ex presidente William Howard Taft, el mismo que había ratificado su expulsión del ejército. Taft se desempeñaba entonces como profesor de leyes.
Panzram usó rápido el arma de Taft. La venta de las joyas le reportó 3.000 dólares y compró un yate. Contrató a cuatro marineros, los emborrachó, abusó de ellos y les pegó un tiro en la espalda a cada uno con el arma de ex presidente. Luego tiró los cuerpos al río. Y esto mismo hizo al menos tres veces más.
Un año después se embarcó hacia Angola, en Africa. Al llegar violó y mató a un chico de 11 años. Trabajó un tiempo para la Sinclair Oil Company hasta que, en una aldea de pescadores del Congo, contrató a seis nativos para que lo ayudasen a cazar cocodrilos. Con ellos hizo igual que con aquellos marineros estadounidenses.
Fue demasiado. Panzram subió a un carguero y regresó a los Estados Unidos como polizón.
En la ciudad de Salem, en Massachussets, la misma que es conocida por un célebre proceso por brujería en el siglo XVII, vio a un chico que iba a hacer los mandados y lo detuvo. Le dio 15 centavos para que le compre leche. Al regresar con la compra, lo llevó a un lugar despoblado, abusó de él y le aplastó la cabeza con una piedra. El chico era George McMahon y tenía 11 años. Fue el 18 de junio de 1922.
Por esa época, cerca de Nueva York, otra vez robó un velero y se dedicó a lo único que sabía hacer. Ya había acumulado cuatro alias: Jefferson Baldwin, Jeffrey Rhodes, John King y John O''Leary.
La policía lo sorprendió robando en un depósito ferroviario y lo arrestó. Por este y otros asaltos le dieron cinco años en la cárcel de Dannemora, en Nueva York, a la que llamaban "el agujero del Infierno".
Panzram quiso trepar uno de los muros de la prisión pero cayó desde 9 metros. Se rompió la espalda, las dos piernas y los tobillos. Lo levantaron y lo tiraron en su celda, sin atención médica. Allí estuvo, agonizando, 14 meses, arrastrándose para alcanzar la lata con agua cuando se acordaban de dejársela. Sobrevivió.
Apenas pudo caminar, golpeó y violó a otro preso y lo volvieron a aislar hasta cumplir su condena, en 1928.
Salió lisiado de por vida y más trastornado. En dos semanas cometió 12 robos y mató al menos a un hombre, hasta que volvió a ser detenido en Washington.
Un guardia, Henry Lesser, le dio un dólar para que compre cigarrillos. Panzram lo miró. No era una mirada de agradecimiento sino de extrañeza. Fue la primera vez en su vida que alguien tenía un gesto positivo hacia él. Luego Lesser le dio papel y lápiz. Carl usó 20.000 palabras para escribir su horrorosa vida.
"Mis aliados son el engaño, la traición, la brutalidad, la degeneración, la hipocresía y todo lo que es malo", sostuvo.
Recibió 15 años de cárcel por varios delitos y volvió a Leavenworth. Cuando entró dijo: "Mataré al primero que me moleste". Y ése fue Robert Warnke, su supervisor en la lavandería, donde lo habían designado. Lo asesinó con una barra de hierro. Por este caso lo enviaron a la horca.
Carl Panzram, después de matar a Warnke, salió caminando tranquilo de la lavandería. Ningún guardia lo detuvo. Llegó hasta su celda y se sentó en la cucheta, a esperar. Tenía 39 años.
Qué historia! :S
ResponderEliminarY qué buen blog!
saludos