Los Afrikan Corps se enfrentaron a Goebbels con tal de seguir escuchándola. En el frente ruso se cantaba a ambos lados de Stalingrado. Los soldados japoneses la cantaban en el frente del Pacífico. Y los aliados la tarareaban cuando entraron a liberar París. Cómo fue que “Lili Marleen” se transformó en la canción favorita de todos los bandos durante la Segunda Guerra Mundial.
Solamente una batalla perdida puede ser la mitad de triste que una batalla ganada”, supo escribir en 1815 el Duque de Wellington, vencedor de Napoleón en Waterloo. Él, Wellington, no sabía que, acaso, más triste aun iba a ser una canción símbolo de la guerra, de la esperanza de salir con vida de la próxima batalla, de la certeza sobre una mujer que espera bajo un farol, frente al cuartel, a pesar de la altísima chance de no regresar nunca jamás.
¿Cómo pudo aquella canción, en medio de la peor guerra que acometió la humanidad, ser la idealización de los soldados de todos los ejércitos de la contienda? ¿Cómo pudo cuadrarle a un soldado alemán, a un oficial inglés, a un cabo norteamericano o a un capitán-samurai japonés, por igual? ¿Qué fue lo que movió la fibra más íntima de aquel combatiente italiano, del teniente francés, o del partisano yugoslavo? ¿Y del coronel ruso que, tras las ruinas de Stalingrado, esperaba, escuchando con lágrimas en los ojos aquella canción, asesinar al invasor alemán que, oyendo la misma canción, apretaba la mano helada sobre la Luger que utilizaría sin dudar para aniquilar al eslavo?
Lili Marleen, en alemán, o Lili Marlene en inglés, o Lily Marléne en francés. La canción, escrita por Hans Leip, compuesta por Norbert Schultze y angelicalmente cantada por Lale Andersen, fue la alquimia que produjo tal prodigio, una canción que barrió las fronteras y las trincheras, que apretujó el corazón de los soldados que, quizás, minutos después de escucharla, se mataron entre ellos.
Lili, Lili. “Vor der Kaserne/ Vor dem groBen Tor...”, escuchaban los alemanes; “Dame una rosa y estréchala sobre mi corazón”, cantaban los italianos; los franceses recordaban “Delante del cuartel, cuando el día se va...”; y los japoneses, heroicos y suicidas, “Por ti quiero luchar, morir, resucitar...”. Para los ingleses, nostálgicos de la lluvia y el verde de su isla, sonaba como “...was there that yor whispered tenderly, that you loved me, you’d always be... my own Lili Marlene”. Y así en 27 idiomas, en todos los frentes, en todo el mundo en guerra, entre los escombros, con los cuerpos a medio enfriar de los muertos alrededor, con las llamas enrojeciendo el contorno gris de las ciudades bombardeadas, entre los llantos y los gemidos de dolor, por sobre todo, cuando la voz mágica y melancólica de Lale Andersen –o su intérprete en el idioma escogido, que bien podría ser Marlene Dietrich, o Greta Garbo, o Bing Crosby o...– se erguía, cuentan, todo se detenía, la matanza, el gemido, el llanto, el dolor. Y la nostalgia lo abarcaba todo, los ojos se fijaban en la nada y cada uno entraba al mundo “Vor der Kaserne/ Vor dem groBen Tor...”, esa chica esperando frente al cuartel, bajo el farol, a que regrese su amado, ese amado que trasladado al frente la recuerda a ella, parada frente al cuartel, bajo el farol. ¡Ay, mi alma!
Una canción de amor, simple, con los acordes ajustados, suave, tierna. Lili Marleen.
La traducción castellana del ensueño dice, más o menos, lo siguiente:
Bajo la linterna,
frente a mi cuartel
sé que tú me esperas,
mi dulce amado bien...
Y tu corazón al susurrar
bajo el farol, latiendo está...
Lili, mi luz de fe.
Eres tú, Lili Marlene
Cuando llega un parte
y debo marchar,
sin saber querida
si podré regresar...
Y sé que me esperas siempre fiel,
bajo el farol, frente al cuartel...
Lili, mi luz de fe.
Eres tú, Lili Marlene.
Si en el frente me hallo
lejos ¡ay! de ti,
oigo que tus pasos
se acercan junto a mí...
Y sé que allá me esperas tú
junto al farol, plena de luz.
Lili... mi dulce bien.
Eres tú, Lili Marlene.
Un trio desparejo
Cuando en 1939 Norbert Schultze y Hans Leip compusieron esta triste canción, jamás imaginaron que les salvaría la vida, el nombre, acaso el honor, después de la peor masacre que el hombre acometió contra el hombre en lo que va de la historia de la humanidad. Menos aun si ubicamos que ellos, ambos, estaban en el bando de los malos. La canción era pequeña, menor, y llegó a manos de una cantante con aspiraciones, módicas por cierto, llamada Liselotte Helene Berta Bunnenberg, cuyo nombre artístico en la Berlín de pre guerra era Lale Andersen.
Norbert Schultze era un compositor del régimen. Un vivillo apolítico que terminó siendo funcional al régimen nazi. Schultze se afilió tempranamente al Partido Nazi porque “todos lo hacían” y eso le permitía “trabajar sin contratiempos”, según él mismo relataría tiempo después de terminada la guerra. Su aparente inocencia no era lo mismo vista desde el otro lado del escritorio de la Oficina de Propaganda: Schultze fue encomendado con varios pedidos para el régimen, que cumplió sin culpa y con efectividad alemana, a los efectos de halagar al nuevo orden y a la revolución nacional. Así compuso la música de la película Feuertaufe, sobre la invasión nazi de Polonia; la banda sonora del film Bomben auf England, sobre la batalla de Inglaterra; a petición del “Zorro del Desierto”, el general Erwin von Rommel –lubricada con el envío de café y licores hechos por el mariscal– compuso la marcha “Panzer rollen Afrika”; y con motivo de la proclamación hecha por el ministro de Propaganda del Reich, Alfred Goebbels, de la guerra total, compuso “¡Führer befieh!” (“Manda el Führer”). En total, Schultze entregó una producción de 25 canciones patrióticas a sus mecenas, sin sentir el menor remordimiento.
A cambio, y antes de prodigarle tal producción a la “Nueva Alemania”, el presidente de la Cámara Musical del Reich, el profesor director de orquesta Peter Raabe, incorporó a su colega en la lista de “artistas creadores” que debían estar exentos del servicio militar que, como ya sabemos, conllevaba ciertos riesgos en la época.
En 1967 declaró a Derek Jewell del New York Times: “No puedo arrepentirme de haber escrito todas esas melodías. Eran exigencia de la época, no mía. Otros disparaban, yo escribía canciones”. Y en la película Den Teufel an Hintern geküsst (“Le besaste el culo al diablo”) de Arpad Bondy y Margit Knapp, donde el compositor de “Lili Marleen” cuenta su vida, explica que él es “alguien promedio, un músico de consumo” y cuenta sin culpa alguna que “mi éxito se lo debo a que los compositores judíos perdieran su trabajo y a mi apellido ario”.
Lejos de ser un nazi convencido al estilo de Leni Riefenstahl, ni del escultor Arno Breker, y más lejano aun que el compositor Carl Orff, cuyo más promisorio (y oculto) producto de su militancia nazi fue la excelsa y archifamosa “Carmina Burana” (compuesta originariamente para acompañar las evoluciones de los gimnastas arios en las Olimpíadas del ‘36, según recuerda con tino Diego Fischerman), Schultze podría haber servido a cualquier régimen que se lo pidiera, sea el nazismo, el stalinismo o, quizás, la dictadura militar argentina.
Distinta fue la suerte de Hans Leip, autor de la letra de “Lili” (esa que fue cambiada, bastardeada, amada, idolatrada, llorada por millones de hombres en armas, al mismo tiempo, en distintos frentes, en la misma guerra). Cuando caía el régimen, Leip huyó de una Alemania a punto de fenecer, sitiada, hambrienta, que se defendía con un ejército acabado y “engrosado” con púberes y ancianos. París (liberado) fue su destino.
Las tropas norteamericanas, al mando del general del ejército de ocupación aliado, Dwight Eisenhower (posteriormente presidente de los Estados Unidos), ingresaron a París marchando y canturreando “Lili Marlene”, en 1944. Durante la inspección a la División Regenbogen, en Tirol, Eisenhower supo que Leip se encontraba allí. Y quiso conocerlo. Cuenta la leyenda que el general pidió a su ayudante que le llevase a ese hombre. “Son las 10, general, hora en que suele irse a la cama”, informó el asistente sobre las costumbres de Leip. Eisenhower le respondió: “No lo molestemos entonces, es el único alemán que durante la guerra alegró al mundo entero”.
Garganta con arena
Lale Andersen era una cantante más en la Berlín del ascenso nazi. Artista del común, al fin, Lale lejos estaba del régimen. Quería sobrevivir y veía que la faena era cada vez más difícil. Adolf Hitler concretaba el “anschluss” de Austria, invadía Checoslovaquia, atravesaba la frontera polaca. La guerra se desató y Hitler vencía cada obstáculo, cada ejército, toda resistencia, con su maquinaria de guerra, la más efectiva de la época. Para 1940, Hitler había ganado la guerra en Europa: poseía todo territorio desde Francia hasta Rusia. Gran Bretaña resistía una incesante blitz de bombas, Von Ribentropp había firmado un pacto de no agresión con Molotov, canciller soviético, y las tropas de la Wermacht se apostaban en las fronteras rusas; Rommel hacía añicos a los ejércitos aliados en Africa. Un infierno.
Lale Andersen cantaba, por entonces, canciones marineras de Bremerhaven, su tierra natal. Cuando Schultze le pidió, en 1940, que incluyera “Lili Marleen” en su repertorio, Lale rechazó la oferta argumentando que tenía una canción muy parecida, cuya letra pertenecía, igual que la de “Lili”, a Hanz Leip. La canción de marras estaba dedicada también a un soldado de guardia en el frente.
Schultze fue lo suficientemente insistente. Lale dio su brazo a torcer y grabaron la primera versión de “Lili Marleen”. La aceptación fue inmediata, pero el éxito fue efímero como la vida de un lirio: fue desvaneciéndose de a poco. El tiro del final lo dio el Ministerio de Propaganda, que exigía toques más marciales en las canciones de la época, una época de guerra.
Un año después, en 1941, radio Belgrado, que transmitía para las tropas alemanas que combatían en Africa, solicitó a radio Viena material para emitir a la soldadesca del Reich allende el Mediterráneo, el Afrika Corps. Un suboficial de radio Belgrado seleccionó con el encargado del archivo una serie de discos que tenían un aviso de advertencia: “Pasados de moda”. Radio Belgrado, en tiempos de vacas flacas, como suelen ser las guerras, emitió varias veces la canción de Leip/Schultze, cantada por Andersen. Ello ocurrió a partir del 18 de agosto de 1941. Hasta que intervino desde Berlín el mismo ministro de Propaganda, algo así como el diablo mismo. Cuentan que Alfred Goebbels había roto con sus propias manos una de las dos grabaciones originales de “Lili Marleen”, por considerarla nociva. Para el ministro de Hitler, “Lili Marleen” ablandaba el corazón de los soldados, desmoralizaba la tropa, la humanizaba demasiado. El hombre(cito) ordenó dejar de pasar el disco. La respuesta fue abrumadora. Los soldados del Afrika Corps comenzaron a escribir a radio Belgrado por “Lili Marleen”. A ella o a Lale Andersen, en Berlín. El Golem comenzó a cobrar vida. “Lili Marleen” era la canción que cada soldado alemán pedía escuchar antes de lanzarse a la batalla, de la cual, acaso, nunca regresaría. Goebbels debió acceder, muy a su pesar.
Todas las radios de Alemania debieron reproducir lo que Belgrado hacía. “Lili Marleen” se transformó en el himno de las mesnadas del Reich, de cada soldado, que imaginó a su amada frente al cuartel, bajo el farol.
En el frente, los soldados escuchan lo que anda en el aire, no importa quién lo emita. Así, las tropas británicas conocieron a Lili Marleen, en alemán, a través de la dulce voz, algo ronca, de Lale Andersen. Radio Belgrado la transmitía unas 15 veces por día. Cada vez que sonaba, cuenta la leyenda, todo se paraba, incluso la guerra.
Lale Andersen pasó de cantar, sin demasiada gloria, en los casinos de oficiales y bares de Berlín, al Walhala, mal que le pesara a Goebbels. Pero el ministro de Propaganda no se caracterizaba por aceptar sus derrotas ni por dejar las cosas al azar: Andersen se había transformado en una celebridad con ascendente en las masas, por lo tanto, en un potencial problema político. Goebbels ordenó a la Gestapo –la siniestra policía política del Reich– que vigile a la flamante estrella nacional.
Lale ganaba dinero, tenía un pasar esplendoroso, en una jaula de oro. La Gestapo y Goebbels hacían sentir su aliento y, entonces, la cantante comenzó a evaluar la idea de huir de una Alemania cada vez más asfixiante, aun hasta para los arios apolíticos.
En una gira que hizo por Italia para cantar ante los heridos de guerra, Lale escribió secretamente al compositor suizo Rolf Liebermann. Le pedía ayuda para escapar a Zurich. La mala fortuna y, una vez más, la eficiencia de la maquinaria policial germana, hicieron que la Gestapo interceptara la carta: Lale fue detenida. “Me dijeron que aquello sería el final de mi carrera, que me deportarían a un campo de concentración. Esa noche las alarmas antiaéreas sonaron tres veces. Pensé que lo mejor era acabar rápido con todo aquello y me tomé todos los somníferos que encontré: me desperté tres semanas más tarde, hecha polvo”, contó años más tarde la propia Andersen.
El servicio secreto británico también funcionaba, y se enteró de la detención de la estrella. Entonces, la BBC de Londres dio la noticia de que Lale había sido detenida por la Gestapo, trasladada a un campo de exterminio y asesinada allí. Goebbels aprovechó la gaffe británica y mostró nuevamente a la cantante, la obligó a exponerse y a seguir con sus presentaciones públicas, que seguían impactando a las masas. Pero la vida de Lale se había vuelto más difícil: Goebbels la obligaba a presentarse dos veces por semana en los cuarteles generales de la Gestapo, en la Niederkirchnerstrasse de Berlín.
La voz de Lale Andersen acometiendo una y otra vez con “Lili” cesó con la primera gran derrota que sufrió Alemania en el campo de batalla: el triunfo de la resistencia rusa y del Ejército Rojo en Stalingrado fue el comienzo del fin del poderío bélico alemán. Aquella derrota fue la excusa que Goebbels utilizó para extirpar la voz de Lale Andersen de las radios del Reich. Su canción no insuflaba el coraje suficiente que necesitaban las tropas del Führer. “Lili Marleen” dejó de hablar en alemán.
Para entonces, se escuchaba en más de 20 idiomas, también en los frentes donde combatían los alemanes. De esa manera las tropas germanas siguieron soñando con esa muchacha, que esperaba bajo el farol, frente al cuartel.
Solamente una batalla perdida puede ser la mitad de triste que una batalla ganada”, supo escribir en 1815 el Duque de Wellington, vencedor de Napoleón en Waterloo. Él, Wellington, no sabía que, acaso, más triste aun iba a ser una canción símbolo de la guerra, de la esperanza de salir con vida de la próxima batalla, de la certeza sobre una mujer que espera bajo un farol, frente al cuartel, a pesar de la altísima chance de no regresar nunca jamás.
¿Cómo pudo aquella canción, en medio de la peor guerra que acometió la humanidad, ser la idealización de los soldados de todos los ejércitos de la contienda? ¿Cómo pudo cuadrarle a un soldado alemán, a un oficial inglés, a un cabo norteamericano o a un capitán-samurai japonés, por igual? ¿Qué fue lo que movió la fibra más íntima de aquel combatiente italiano, del teniente francés, o del partisano yugoslavo? ¿Y del coronel ruso que, tras las ruinas de Stalingrado, esperaba, escuchando con lágrimas en los ojos aquella canción, asesinar al invasor alemán que, oyendo la misma canción, apretaba la mano helada sobre la Luger que utilizaría sin dudar para aniquilar al eslavo?
Lili Marleen, en alemán, o Lili Marlene en inglés, o Lily Marléne en francés. La canción, escrita por Hans Leip, compuesta por Norbert Schultze y angelicalmente cantada por Lale Andersen, fue la alquimia que produjo tal prodigio, una canción que barrió las fronteras y las trincheras, que apretujó el corazón de los soldados que, quizás, minutos después de escucharla, se mataron entre ellos.
Lili, Lili. “Vor der Kaserne/ Vor dem groBen Tor...”, escuchaban los alemanes; “Dame una rosa y estréchala sobre mi corazón”, cantaban los italianos; los franceses recordaban “Delante del cuartel, cuando el día se va...”; y los japoneses, heroicos y suicidas, “Por ti quiero luchar, morir, resucitar...”. Para los ingleses, nostálgicos de la lluvia y el verde de su isla, sonaba como “...was there that yor whispered tenderly, that you loved me, you’d always be... my own Lili Marlene”. Y así en 27 idiomas, en todos los frentes, en todo el mundo en guerra, entre los escombros, con los cuerpos a medio enfriar de los muertos alrededor, con las llamas enrojeciendo el contorno gris de las ciudades bombardeadas, entre los llantos y los gemidos de dolor, por sobre todo, cuando la voz mágica y melancólica de Lale Andersen –o su intérprete en el idioma escogido, que bien podría ser Marlene Dietrich, o Greta Garbo, o Bing Crosby o...– se erguía, cuentan, todo se detenía, la matanza, el gemido, el llanto, el dolor. Y la nostalgia lo abarcaba todo, los ojos se fijaban en la nada y cada uno entraba al mundo “Vor der Kaserne/ Vor dem groBen Tor...”, esa chica esperando frente al cuartel, bajo el farol, a que regrese su amado, ese amado que trasladado al frente la recuerda a ella, parada frente al cuartel, bajo el farol. ¡Ay, mi alma!
Una canción de amor, simple, con los acordes ajustados, suave, tierna. Lili Marleen.
La traducción castellana del ensueño dice, más o menos, lo siguiente:
Bajo la linterna,
frente a mi cuartel
sé que tú me esperas,
mi dulce amado bien...
Y tu corazón al susurrar
bajo el farol, latiendo está...
Lili, mi luz de fe.
Eres tú, Lili Marlene
Cuando llega un parte
y debo marchar,
sin saber querida
si podré regresar...
Y sé que me esperas siempre fiel,
bajo el farol, frente al cuartel...
Lili, mi luz de fe.
Eres tú, Lili Marlene.
Si en el frente me hallo
lejos ¡ay! de ti,
oigo que tus pasos
se acercan junto a mí...
Y sé que allá me esperas tú
junto al farol, plena de luz.
Lili... mi dulce bien.
Eres tú, Lili Marlene.
Un trio desparejo
Cuando en 1939 Norbert Schultze y Hans Leip compusieron esta triste canción, jamás imaginaron que les salvaría la vida, el nombre, acaso el honor, después de la peor masacre que el hombre acometió contra el hombre en lo que va de la historia de la humanidad. Menos aun si ubicamos que ellos, ambos, estaban en el bando de los malos. La canción era pequeña, menor, y llegó a manos de una cantante con aspiraciones, módicas por cierto, llamada Liselotte Helene Berta Bunnenberg, cuyo nombre artístico en la Berlín de pre guerra era Lale Andersen.
Norbert Schultze era un compositor del régimen. Un vivillo apolítico que terminó siendo funcional al régimen nazi. Schultze se afilió tempranamente al Partido Nazi porque “todos lo hacían” y eso le permitía “trabajar sin contratiempos”, según él mismo relataría tiempo después de terminada la guerra. Su aparente inocencia no era lo mismo vista desde el otro lado del escritorio de la Oficina de Propaganda: Schultze fue encomendado con varios pedidos para el régimen, que cumplió sin culpa y con efectividad alemana, a los efectos de halagar al nuevo orden y a la revolución nacional. Así compuso la música de la película Feuertaufe, sobre la invasión nazi de Polonia; la banda sonora del film Bomben auf England, sobre la batalla de Inglaterra; a petición del “Zorro del Desierto”, el general Erwin von Rommel –lubricada con el envío de café y licores hechos por el mariscal– compuso la marcha “Panzer rollen Afrika”; y con motivo de la proclamación hecha por el ministro de Propaganda del Reich, Alfred Goebbels, de la guerra total, compuso “¡Führer befieh!” (“Manda el Führer”). En total, Schultze entregó una producción de 25 canciones patrióticas a sus mecenas, sin sentir el menor remordimiento.
A cambio, y antes de prodigarle tal producción a la “Nueva Alemania”, el presidente de la Cámara Musical del Reich, el profesor director de orquesta Peter Raabe, incorporó a su colega en la lista de “artistas creadores” que debían estar exentos del servicio militar que, como ya sabemos, conllevaba ciertos riesgos en la época.
En 1967 declaró a Derek Jewell del New York Times: “No puedo arrepentirme de haber escrito todas esas melodías. Eran exigencia de la época, no mía. Otros disparaban, yo escribía canciones”. Y en la película Den Teufel an Hintern geküsst (“Le besaste el culo al diablo”) de Arpad Bondy y Margit Knapp, donde el compositor de “Lili Marleen” cuenta su vida, explica que él es “alguien promedio, un músico de consumo” y cuenta sin culpa alguna que “mi éxito se lo debo a que los compositores judíos perdieran su trabajo y a mi apellido ario”.
Lejos de ser un nazi convencido al estilo de Leni Riefenstahl, ni del escultor Arno Breker, y más lejano aun que el compositor Carl Orff, cuyo más promisorio (y oculto) producto de su militancia nazi fue la excelsa y archifamosa “Carmina Burana” (compuesta originariamente para acompañar las evoluciones de los gimnastas arios en las Olimpíadas del ‘36, según recuerda con tino Diego Fischerman), Schultze podría haber servido a cualquier régimen que se lo pidiera, sea el nazismo, el stalinismo o, quizás, la dictadura militar argentina.
Distinta fue la suerte de Hans Leip, autor de la letra de “Lili” (esa que fue cambiada, bastardeada, amada, idolatrada, llorada por millones de hombres en armas, al mismo tiempo, en distintos frentes, en la misma guerra). Cuando caía el régimen, Leip huyó de una Alemania a punto de fenecer, sitiada, hambrienta, que se defendía con un ejército acabado y “engrosado” con púberes y ancianos. París (liberado) fue su destino.
Las tropas norteamericanas, al mando del general del ejército de ocupación aliado, Dwight Eisenhower (posteriormente presidente de los Estados Unidos), ingresaron a París marchando y canturreando “Lili Marlene”, en 1944. Durante la inspección a la División Regenbogen, en Tirol, Eisenhower supo que Leip se encontraba allí. Y quiso conocerlo. Cuenta la leyenda que el general pidió a su ayudante que le llevase a ese hombre. “Son las 10, general, hora en que suele irse a la cama”, informó el asistente sobre las costumbres de Leip. Eisenhower le respondió: “No lo molestemos entonces, es el único alemán que durante la guerra alegró al mundo entero”.
Garganta con arena
Lale Andersen era una cantante más en la Berlín del ascenso nazi. Artista del común, al fin, Lale lejos estaba del régimen. Quería sobrevivir y veía que la faena era cada vez más difícil. Adolf Hitler concretaba el “anschluss” de Austria, invadía Checoslovaquia, atravesaba la frontera polaca. La guerra se desató y Hitler vencía cada obstáculo, cada ejército, toda resistencia, con su maquinaria de guerra, la más efectiva de la época. Para 1940, Hitler había ganado la guerra en Europa: poseía todo territorio desde Francia hasta Rusia. Gran Bretaña resistía una incesante blitz de bombas, Von Ribentropp había firmado un pacto de no agresión con Molotov, canciller soviético, y las tropas de la Wermacht se apostaban en las fronteras rusas; Rommel hacía añicos a los ejércitos aliados en Africa. Un infierno.
Lale Andersen cantaba, por entonces, canciones marineras de Bremerhaven, su tierra natal. Cuando Schultze le pidió, en 1940, que incluyera “Lili Marleen” en su repertorio, Lale rechazó la oferta argumentando que tenía una canción muy parecida, cuya letra pertenecía, igual que la de “Lili”, a Hanz Leip. La canción de marras estaba dedicada también a un soldado de guardia en el frente.
Schultze fue lo suficientemente insistente. Lale dio su brazo a torcer y grabaron la primera versión de “Lili Marleen”. La aceptación fue inmediata, pero el éxito fue efímero como la vida de un lirio: fue desvaneciéndose de a poco. El tiro del final lo dio el Ministerio de Propaganda, que exigía toques más marciales en las canciones de la época, una época de guerra.
Un año después, en 1941, radio Belgrado, que transmitía para las tropas alemanas que combatían en Africa, solicitó a radio Viena material para emitir a la soldadesca del Reich allende el Mediterráneo, el Afrika Corps. Un suboficial de radio Belgrado seleccionó con el encargado del archivo una serie de discos que tenían un aviso de advertencia: “Pasados de moda”. Radio Belgrado, en tiempos de vacas flacas, como suelen ser las guerras, emitió varias veces la canción de Leip/Schultze, cantada por Andersen. Ello ocurrió a partir del 18 de agosto de 1941. Hasta que intervino desde Berlín el mismo ministro de Propaganda, algo así como el diablo mismo. Cuentan que Alfred Goebbels había roto con sus propias manos una de las dos grabaciones originales de “Lili Marleen”, por considerarla nociva. Para el ministro de Hitler, “Lili Marleen” ablandaba el corazón de los soldados, desmoralizaba la tropa, la humanizaba demasiado. El hombre(cito) ordenó dejar de pasar el disco. La respuesta fue abrumadora. Los soldados del Afrika Corps comenzaron a escribir a radio Belgrado por “Lili Marleen”. A ella o a Lale Andersen, en Berlín. El Golem comenzó a cobrar vida. “Lili Marleen” era la canción que cada soldado alemán pedía escuchar antes de lanzarse a la batalla, de la cual, acaso, nunca regresaría. Goebbels debió acceder, muy a su pesar.
Todas las radios de Alemania debieron reproducir lo que Belgrado hacía. “Lili Marleen” se transformó en el himno de las mesnadas del Reich, de cada soldado, que imaginó a su amada frente al cuartel, bajo el farol.
En el frente, los soldados escuchan lo que anda en el aire, no importa quién lo emita. Así, las tropas británicas conocieron a Lili Marleen, en alemán, a través de la dulce voz, algo ronca, de Lale Andersen. Radio Belgrado la transmitía unas 15 veces por día. Cada vez que sonaba, cuenta la leyenda, todo se paraba, incluso la guerra.
Lale Andersen pasó de cantar, sin demasiada gloria, en los casinos de oficiales y bares de Berlín, al Walhala, mal que le pesara a Goebbels. Pero el ministro de Propaganda no se caracterizaba por aceptar sus derrotas ni por dejar las cosas al azar: Andersen se había transformado en una celebridad con ascendente en las masas, por lo tanto, en un potencial problema político. Goebbels ordenó a la Gestapo –la siniestra policía política del Reich– que vigile a la flamante estrella nacional.
Lale ganaba dinero, tenía un pasar esplendoroso, en una jaula de oro. La Gestapo y Goebbels hacían sentir su aliento y, entonces, la cantante comenzó a evaluar la idea de huir de una Alemania cada vez más asfixiante, aun hasta para los arios apolíticos.
En una gira que hizo por Italia para cantar ante los heridos de guerra, Lale escribió secretamente al compositor suizo Rolf Liebermann. Le pedía ayuda para escapar a Zurich. La mala fortuna y, una vez más, la eficiencia de la maquinaria policial germana, hicieron que la Gestapo interceptara la carta: Lale fue detenida. “Me dijeron que aquello sería el final de mi carrera, que me deportarían a un campo de concentración. Esa noche las alarmas antiaéreas sonaron tres veces. Pensé que lo mejor era acabar rápido con todo aquello y me tomé todos los somníferos que encontré: me desperté tres semanas más tarde, hecha polvo”, contó años más tarde la propia Andersen.
El servicio secreto británico también funcionaba, y se enteró de la detención de la estrella. Entonces, la BBC de Londres dio la noticia de que Lale había sido detenida por la Gestapo, trasladada a un campo de exterminio y asesinada allí. Goebbels aprovechó la gaffe británica y mostró nuevamente a la cantante, la obligó a exponerse y a seguir con sus presentaciones públicas, que seguían impactando a las masas. Pero la vida de Lale se había vuelto más difícil: Goebbels la obligaba a presentarse dos veces por semana en los cuarteles generales de la Gestapo, en la Niederkirchnerstrasse de Berlín.
La voz de Lale Andersen acometiendo una y otra vez con “Lili” cesó con la primera gran derrota que sufrió Alemania en el campo de batalla: el triunfo de la resistencia rusa y del Ejército Rojo en Stalingrado fue el comienzo del fin del poderío bélico alemán. Aquella derrota fue la excusa que Goebbels utilizó para extirpar la voz de Lale Andersen de las radios del Reich. Su canción no insuflaba el coraje suficiente que necesitaban las tropas del Führer. “Lili Marleen” dejó de hablar en alemán.
Para entonces, se escuchaba en más de 20 idiomas, también en los frentes donde combatían los alemanes. De esa manera las tropas germanas siguieron soñando con esa muchacha, que esperaba bajo el farol, frente al cuartel.
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