LA HISTORIA DEL PRIMER CABLE TELEGRAFICO TRANSOCIANICO | |
La instalación del primer cable transoceánico que permitió la comunicación telegráfica entre los continentes americano y europeo, es un hecho que raramente se comenta en los libros escolares, que consideran por desgracia mas importante hablar de guerras y de las victorias de las diferentes naciones, en vez de hacerlo sobre los verdaderos triunfos de la humanidad. Nos encontramos en la primera mitad del siglo XIX. Gracias al telégrafo podemos saber que ocurre de forma casi instantánea en buena parte del mundo, exceptuando aquellos países que están separados por el mar unos de otros. Técnicamente, el problema estriba en que el agua del mar absorbe la corriente eléctrica que corre por los hilos telegráficos, y mientras no se descubra un medio aislante para dicho hilo, no se podrá establecer la comunicación telegráfica entre estos países. Sin embargo, no pasa mucho tiempo desde la creación del telégrafo hasta que se descubre la gutapercha, un material adecuado para aislar la línea telegráfica del agua. Esto hizo posible que en 1851las islas Británicas quedaran unidas telegráficamente a la Europa continental, concretamente con Francia, a través del Canal de la Mancha, y posteriormente con otros puntos de Europa, llegándose finalmente a conectar con sus colonias en Africa e India. Sin embargo, a pesar de los grandes éxitos cosechados hasta el momento, el continente americano parece condenado a estar aislado de esta red mundial, debido a la amplitud de los océanos Pacífico y Atlántico y a la imposibilidad de establecer estaciones intermedias. A esto hay que sumarle el hecho de que se desconocían factores muy importantes tales como la profundidad del océano, la estructura geológica exacta de este, y si el cable soportaría el peso de las masas de agua. Además en el caso de ser técnicamente posible, había que encontrar la forma de transportar esa ingente cantidad de cable, además de una dinamo capaz de enviar electricidad a esa distancia, y además teniendo en cuanta que en esa época, los conocimientos que se tenían de la electricidad eran aun muy básicos. En definitiva, todos estos inconvenientes hacen que en cuanto alguien mencione el proyecto del cable transoceánico, los expertos los rechacen absolutamente, o bien, en el mejor de los casos, comenten que quizás en el futuro. Aquí es donde surge la figura de Cyrus W. Field. Un ingeniero inglés, de nombre Gisborne, que en el año 1854 está dedicado a la tarea de colocar un cable entre Nueva York y el extremo Este de América, Terranova, gracias al cual las noticias llegarán unos días antes que los vapores, tiene que interrumpir su tarea apenas realizada la mitad de su proyecto, debido a que se han agotado sus recursos financieros. Se dirige entonces a Nueva York en busca de capitalistas que le aporten financiación para poder terminar el proyecto. Se encuentra, gracias a la casualidad, con un joven de nombre Cyrus W. Field, hijo de un pastor, quien ha progresado en sus negocios tan rápida y grandemente que, siendo muy joven todavía, ha podido retirarse a la vida privada con una gran fortuna. Este desocupado, demasiado joven y enérgico para permanecer inactivo, es el hombre a quien Gisborne trata de conquistar para la terminación del cable entre Nueva York y Terranova. Cyrus W. Field no es un entendido sobre la materia, pero a pesar de ello pone una fe ciega en ese proyecto, hasta el punto de que mientras el ingeniero y perito Gisborne no considera sino el fin inmediato, la unión de Nueva York con Terranova, el joven Cyrus va mucho más lejos. ¿Por qué no extender ese mismo cable y comunicar Terranova, mediante un cable submarino, con Irlanda? Desde ese momento, Cyrus dedicaría todo su empeño y medios a dicho proyecto.
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Foto de Cyrus W. Field cuando era un jovencísimo empresario de exito
Lo primero que realiza es contactar con gente del oficio así como solicitar a los gobiernos las concesiones necesarias para llevar a cabo estos trabajos. Seguidamente, tiene que buscar apoyo financiero para el proyecto, tanto en América como en Europa. Es tal la fe que este personaje pone, que en pocos días, y solo en Inglaterra, se suscriben totalmente las 350.000 libras esterlinas de capital inicial necesarias para poner en marcha los trabajos, creándose la Telegraph Construction and Maintenance Company, que será la sociedad encargada de gestionar tanto la construcción como la explotación de la futura línea telegráfica.
Lo primero que se proyecta es la forma en la que se va a transportar esa enorme cantidad de cable. Dado que no existe ningún buque capaz de transportar el cable de costa a costa, se decide que se hará usando dos grandes buques, uno que llevará el cable en dirección a la costa americana y el otro en dirección a la europea. A cada uno de estos les acompañara otro buque de apoyo. El Gobierno inglés pone a disposición de la empresa uno de sus buques de guerra más grandes, el Agamemnon, mientras que el Gobierno norteamericano presta el Niágara, una fragata de cinco mil toneladas (el desplazamiento máximo de la época). Pero hace falta reformar completamente los dos buques para poder emplazar en ellos la mitad de la interminable cadena que debe unir dos continentes.
Durante el año siguiente las fabricas que trabajaban para este gran proyecto, se dedicaron a tejer el interminable hilo de cobre e hierro y de fabricar la gutapercha necesaria. Este trabajo por fin estará concluido en 1857.
Después de hacer una previsión de la meteorología, y teniendo en cuanta que cada barco necesitará al menos dos semanas, la expedición sale finalmente el 5 de agoste de 1857 desde el pequeño puerto irlandés de Valentia. Además de la tripulación de los barcos y los reporteros que van a dejar constancia del hecho, viajan también los mejores electricistas y técnicos, entre ellos el propio Morse, los cuales serán los encargados de comprobar con sus aparatos si durante la colocación del cable la corriente sufre interrupción.
Originariamente se había proyectado conducir los dos barcos grandes, el Agamemnon y el Niágara, cada uno de los cuales lleva la mitad del cable, conjuntamente hasta un punto prefijado en medio del océano, y sólo en este punto proceder al remache de las dos mitades. Posteriormente uno de los barcos debía seguir hacia el Oeste, en dirección a Terranova, y el otro al Este, hacia Irlanda. Pero luego parecía demasiado arriesgado exponer todo el valioso cable en esta primera tentativa, y se resolvió colocar la primera parte desde tierra firme, sin saberse con exactitud si tal transmisión telegráfica submarina realmente funcionaría como se esperaba, a través de tan grande distancia. Se destinó el Niágara a colocar el cable desde tierra firme hasta el medio del océano. La fragata americana viajaba despacio, la máquina devanadora trabaja regularmente. En un camarote aparte están reunidos los electricistas, que atienden sin interrupción a sus aparatos e intercambian continuamente signos con la tierra firme de Irlanda. Maravillosamente, a pesar de que no se ve la costa desde hace mucho tiempo, la transmisión por medio del cable submarino funciona tan claramente como el entendimiento entre dos ciudades europeas. Ya la expedición ha salido de las aguas poco profundas y se ha llegado al llamado plano profundo, detrás de Irlanda, y aun cuando el barco le ha cruzado, el cordón metálico sigue desenrollándose regularmente como la arena de un reloj, remitiendo y recibiendo mensajes, simultáneamente.
Ya han pasado dos dias y dos noches y se han colocado trescientas treinta y cinco millas de cable. Sin embargo, a la tercera noche, Cyrus W. Field es despertado en mitad de la noche por un miembro de la tripulación. Cuando llega a cubierta se da cuanta de que ha ocurrido algo terrible: el cable se ha partido a la altura de la maquina que sirve para desenrollarlo, y se ha hundido en el mar, siendo imposible su recuperación. Un insignificante error técnico había malogrado el trabajo de años.
El pesimismo se hace tanto con la tripulación como con el personal de tierra, sabedores del desastre al perderse la señal. Sin embargo, Cyrus W. Field hace balance ¿Qué se ha perdido? Trescientas millas de cable, alrededor de cien mil libras de capital, y, lo que más le aflige, posiblemente, un año entero, éste sí irrecuperable. La expedición sólo puede esperar buen tiempo en verano y ya la estación está demasiado adelantada. En el otro platillo de la balanza se registra una pequeña ganancia. Esta primera tentativa ha dejado una buena experiencia práctica. El cable ha resultado útil y se puede guardar para la próxima expedición. Sólo hace falta reformar la máquina devanadora que causó la desdichada rotura. Así pasa un año en preparativos y de larga espera. El 10 de junio de 1858 los buques pueden reiniciar el viaje, con renovado valor y cargando el viejo cable. Como la transmisión de signos eléctricos funcionó perfectamente durante el primer viaje, se volvió al primitivo proyecto, y se dispuso que se iniciase la colocación del cable en medio del océano, tendiéndolo simultáneamente hacia los lados opuestos. Al séptimo día debe comenzar en el lugar preestablecido la colocación del cable, y con ello el verdadero trabajo. Sin embargo, al tercer día de viaje, el capitán del Agamemnon siente una secreta inquietud. El barómetro le demuestra que la columna de mercurio bajó con una rapidez alarmante. Debe estar preparándose una tormenta singular, y, efectivamente, al cuarto día se desencadena una tempestad como ni los marineros más probados han vivido pocas veces en el océano Atlántico. Este huracán es singularmente fatal para el buque inglés, el Agamemnon. Es de por sí un vehículo excelente que ha superado las más duras pruebas en todos los mares y aun en la guerra, y por eso el buque almirante de la marina inglesa debería resistir también este temporal. Pero por desdicha el buque ha sido completamente reformado para poder llevar la enorme carga del cable. No es posible distribuir el peso regularmente, como en cualquier buque mercante, sino que toda la carga pesa en el medio, y solamente una pequeña parte ha sido guardada en la proa, lo que tiene por consecuencia, peor todavía, que el movimiento de péndulo se duplique cada vez que la proa emerge o se hunde. Debido a ello la tempestad hace un juego peligrosísimo con su víctima, levantando el barco hacia izquierda y derecha, adelante y atrás, hasta un ángulo de 45 grados, mientras las olas inundan la cubierta y todos los objetos quedan destrozados. Uno de los terribles golpes que estremecen al buque desde la quilla hasta el mástil destruye el depósito de carbón improvisado sobre la cubierta. La masa cae como un granizo negro sobre los marineros, ya sangrantes y exhaustos. Algunos quedan heridos por el golpe, otros por los calderos que se vuelcan en la cocina. Diez días dura la tempestad; un marinero se ha vuelto loco y ya se piensa en una medida extrema:" echar por la borda una parte de la fatídica carga del cable. Afortunadamente, el capitán se resiste a tomar sobre sí semejante responsabilidad y, al fin, resulta tener razón. Después de indecibles pruebas, el Agamemnon resiste el temporal de diez días, y a pesar de su gran atraso encuentra a los demás barcos en el sitio fijado, en medio del océano, donde debe iniciarse la colocación del cable. Sólo entonces se comprueba el daño que ha sufrido la valiosa y sensible carga de los alambres mil veces entrelazados, a consecuencia del constante balanceo. Los alambres han quedado enredados en distintos lugares, y la cobertura de gutapercha está rota o desgastada por él roce. A pesar de todo, se hace una tentativa de colocar el cable, aunque con escasa confianza, pero se comprueba entonces que sólo se han perdido unas doscientas millas de cable, que desaparecen inútiles en el mar. Por segunda vez, hay que darse por vencidos y regresar sin gloria en vez de triunfantes.
Los accionistas, enterados de la noticia fatal, esperan en Londres con los rostros compungidos a su conductor y seductor Cyrus W. Field. En estos dos viajes se ha perdido la mitad del capital de la sociedad anónima, sin que por otra parte hubiera quedado probada o realizada cosa alguna, por lo que es comprensible que algunos de los capitalistas pretendan salirse del proyecto y al menos recuperar una parte del dinero invertido. El presidente de la sociedad gestora del proyecto propone que se retire de los barcos el resto del cable inutilizado, para venderle, si fuese menester, a menos de su costo y poner fin en seguida a este terrible proyecto de abarcar el océano. El vicepresidente comparte su opinión y envía su dimisión por escrito, para manifestar así que no desea intervenir más en esta empresa absurda. Pero la tenacidad y el idealismo de Cyrus W. Field son inconmovibles. Declara que no se ha perdido nada, que el cable ha resistido brillantemente la prueba y que a bordo queda cantidad suficiente para repetir el ensayo, aparte de que la flota está reunida y comprometida la tripulación. El temporal extraordinario del último viaje permitía, por otra parte, presagiar un período de hermosos días de bonanza. Aduce que ahora se presenta la única y última oportunidad para realizar una tentativa decisiva. Los accionistas se muestran reacios, pero finalmente Cyrus W. Field impone por fuerza la resolución de que se inicie ese nuevo viaje. El 17 de julio de 1858, cinco semanas después del segundo viaje desdichado, la flota abandona por tercera vez el puerto inglés, pero esta vez parten casi en secreto, quizas para no levantar falsas expectativas en la población. En la fecha prefijada, el 28 de julio, once días después de la salida de Quetown, el Agamemnon y el Niágara pueden iniciar la tarea en el punto convenido, en medio del océano. Los buques, en una complicada maniobra, se colocan popa contra popa. Entre uno y otro se refunden los cabos del cable y se procede a sumergir este. Es entonces cuando se comienza el viaje de regreso, tomando el barco ingles rumbo a Inglaterra y el otro hacia América. Mientras ambos barcos se alejan uno de otro, se produce por primera vez algo impensable hasta no hacia mucho, que dos barcos se comunican mediante señales eléctricas que van a través del océano. Cada tantas horas convenidas, un barco comunica con señales eléctricas, que pasan por la profundidad del océano, la cantidad de millas que ha cubierto, y el otro buque confirma que gracias al excelente tiempo ha salvado una distancia igual. Así pasa un día, otro, un tercero y un cuarto. El 5 de agosto, el Niágara puede informar que ya distingue la costa americana de Trinity Bay, Terranova, después de haber colocado unas mil treinta millas de cable, y el Agamemnon triunfa a su vez porque ya ha dejado asegurados en el fondo del mar cerca de mil millas de cable, y distingue la costa irlandesa. Por primera vez llega la palabra humana de país a país, de América a Europa. Pero sólo esos dos buques, los pocos centenares de hombres reunidos a su bordo, saben que se ha realizado la gran hazaña. Todavía lo ignora el mundo, que ha olvidado ya esta aventura. Nadie les espera en la plaza ni en Terranova ni en Irlanda pero en aquel mismo segundo en que el nuevo cable transoceánico queda comunicado con el cable terrestre, la humanidad entera conocerá su imponente triunfo común.
El Viejo y el Nuevo Mundo reciben casi a la misma hora, en esos primeros días de agosto, la noticia de la obra llevada a feliz término. En Inglaterra, el Times, de ordinario tan reservado, publica un editorial en el que dice: "Desde el descubrimiento de Colón no ha sucedido nada que en forma alguna sea comparable a esta enorme ampliación de la esfera de la actividad humana." Y la City refleja la mayor emoción. Pero esta alegría orgullosa de Inglaterra parece sombría y tímida en comparación con el entusiasmo huracanado que estalla en Norteamérica al recibirse la noticia. Los negocios quedan interrumpidos, las calles invadidas de gente que pregunta, grita y discute, y de la noche a la mañana, Cyrus W. Field, un hombre desconocido, ha quedado convertido en héroe nacional. Se le compara enfáticamente con Franklin y Colón; toda la metrópoli y otras cien ciudades tiemblan y resuenan esperando ver al hombre a cuya decisión se debe el "enlace de América y el Viejo Mundo". Pero el entusiasmo no ha llegado todavía a su grado supremo. Sólo se conoce la noticia escueta de que ha terminado la colocación del cable. Queda por saber aún si el cable habla. Se sabe que la reina de Inglaterra será la primera en enviar un mensaje, su felicitación, que se espera cada vez con más impaciencia. Pero pasan días y días, porque un accidente casual ha interrumpido el cable que comunica Nueva York con Terranova, y sólo el 16 de agosto por la tarde llega el mensaje de la reina Victoria a Nueva York.
Miles y millones de voces gritan jubilosamente ese día. Una sola, la más importante, permanece extrañamente muda durante los festejos: el telégrafo. Es posible que Cyrus W. Field intuya en medio del júbilo la terrible verdad. Sería horrible que fuese el único que supiera que el cable atlántico ha dejado de funcionar precisamente ese día, después de haber registrado en los últimos nada más que unos signos confusos, apenas perceptibles. Nadie sabe aún ni sospecha ese lento fracaso, fuera de los pocos hombres que en Terranova fiscalizan la llegada de los mensajes, y aun ellos titubean días y días, en vista del descomunal entusiasmo, en hacer llegar la amarga novedad a los jubilosos. Sin embargo, llama la atención la escasez de noticias. América había esperado que ahora llegarían a todas horas noticias a través del océano, y en su lugar sólo recibe muy de tarde en tarde alguna vaga y no confirmable información. No pasa mucho tiempo antes de que circule de boca en boca el rumor de que, ansiosos y ambicionando obtener mejores transmisiones, se habían enviado unas cargas eléctricas demasiado fuertes, destrozando con ellas el cable, que de por sí no era suficientemente eficaz. Se alienta aún la esperanza de poder salvar el inconveniente. Pero pronto resulta imposible negar que los signos han llegado cada vez más imprecisos e incomprensibles. Al día siguiente al de los grandes festejos, el 1 de septiembre, no llega a través del mar ningún sonido claro, ninguna oscilación nítida. Nada perdonan los hombres menos que el desengaño después de haberse entusiasmado sinceramente, viéndose defraudados por un hombre de quien esperaban todo. Apenas se comprueba la verdad del rumor respecto al fracaso del tan alabado telégrafo, y la ola apasionada del júbilo se convierte en otra de maliciosa amargura e inculpación contra el inocente culpable, Cyrus W. Field. Se afirma en la City que ha engañado a una ciudad, a un país, al mundo; que él sabía el fracaso del telégrafo, pero que se hacía celebrar egoístamente aprovechando el tiempo para vender entretanto sus acciones con enormes beneficios. Toman cuerpo otras calumnias peores todavía, entre ellas la más extraña quizá, de todas que afirman que el cable atlántico jamás había funcionado, que todos los mensajes habían sido una engañifa, y que el telegrama de la reina de Inglaterra había sido redactado de antemano, sin ser transmitido jamás por el telégrafo trasatlántico. Se rumorea que ninguna noticia había llegado en todo el tiempo claramente a través del mar, y que los directores sólo habían redactado telegramas imaginarios, basados en presunciones y signos aislados. Y se produce un verdadero escándalo. Los que ayer prorrumpieron en los más agudos gritos de júbilo son los mismos que protestan ahora con más vigor. Toda una ciudad, un país entero, se avergüenza de su entusiasmo prematuro y sobreexcitado. Se elige a Cyrus W. Field víctima de esa ira. El hombre que ayer fue considerado héroe nacional, hermano de Franklin y sucesor de Colón, tiene que esconderse como un criminal de quienes fueron sus amigos y admiradores. Un solo día lo ha creado todo, y un solo día lo ha destrozado. La derrota es completa: se ha perdido el capital, se ha perdido la confianza, y como la legendaria serpiente de Midgard, yace el cable inútil en las profundidades del océano, inaccesible a la vista.
Sin embargo, pasan los años y hay grandes mejoras tanto en las comunicaciones telegráficas como en las técnicas de fabricación de los hilos que ya permitirían hacer realidad el proyecto del cable transoceánico. Y como no, el incansable Cyrus vuelve a la carga con su proyecto, consiguiendo los apoyos financieros necesarios, lo que le lleva a que el 23 de julio de 1865 el mastodóntico buque Great Eastern, el cual, gracias a su tamaño y al avance en la industria naval, podía transportar el solo la carga, zarpó desde Inglaterra llevando un nuevo cable. Aun cuando fracasa la primera tentativa, y dos días antes de llegar a la meta, el cable se rompe, y el océano insaciable se traga otra vez seiscientas mil libras esterlinas, la técnica ya domina la materia lo suficiente como para no dejarse amilanar. El 13 de julio de 1866 el Great Eastern sale por segunda vez, el viaje se torna triunfal. El cable habla ahora clara e inconfundiblemente a Europa. Dos días después se encuentra el cable viejo, perdido, y dos lazos unen ahora al Viejo Mundo y el Nuevo Mundo, convertidos en uno solo. El milagro de ayer se ha transformado en lo natural de hoy, y desde este momento el mundo, la humanidad vive una vida simultánea.
Decir finalmente, que Cyrus W. Field participó en proyectos para unir telegráficamente América, vía Hawaii, con Asia y Australia. En 1877 compró la compañía de ferrocarril de Nueva York, de la que fue presidente varios años, en los que consiguió reflotar la compañía, la cual se encontraba en una situación financiera pésima.
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